Te seguiré a donde vayas. Bien, sí, claro, de acuerdo, pero ¿sabes lo
que dices?, ¿te das cuenta de lo que significa?, ¿eres consciente de la
radicalidad de ese seguimiento? El Señor nos lo advierte. El Hijo del
hombre, como se denomina a sí mismo, sabiendo muy bien que hijo se
escribe con mayúscula, el unigénito de toda creatura, no tiene
madriguera como las zorras, o nido como los pájaros,. ¿Y dices que
quieres seguirme?
¿Nos damos cuenta de a quien decimos seguir,
que buscamos seguir, tenemos voluntad decidida de seguirle, y no por
unos breves momentos, sino para siempre? Él, nos dice, no tiene donde
reclinar su cabeza, ¿es que nosotros sí lo tendremos, almohada mullida,
edredón de plumas de ganso? Son palabras que te dejan, y me dejan,
sofocado, pues cuando te dijo sígueme y tú le pediste tiempo para
enterrar a tu padre, para arreglar las cosas de esa obligación tan
elemental y sagrada, Jesús te espeta unas palabras que suenan a dureza
infinita, inmisericorde: Deja a los muertos que entierren a sus
muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios. El decirle tras su
llamamiento, sí, te sigo, comprende exigencias asombrosas que trastocan
toda tu vida, cambian las prioridades, aun las más sagradas, las que
nunca pensaste que quedarían en segundo plano, las que hasta los
mandamientos exigían. Todo va a ser nuevo ahora. Todo distinto. Tú vete a
anunciar el reino de Dios. Ahí está la clave, pues el reino de Dios, en
tu seguimiento a Jesús, te lo exige todo. Nada, ningún resquicio
quedará fuera de esa consideración tan exigente: el reino de Dios.
Porque al seguirle, nos hacemos también nosotros miembros de ese reino, y
dedicaremos la vida, según las circunstancias personales de esa
llamada, al reinado de Dios. Solo vale para el reino de Dios quien tiene
su mirada fija en lo que viene, en el futuro que ya llega, no vale para
manejar el arado quien mira para atrás.
Menuda. Las palabras
de Jesús te dejan anonadado. A mí también. Lo suyo es un para siempre y
un en todo. Ya no tendremos tiempo para nosotros. Como tampoco Jesús lo
tuvo. Solo las noches en las que se alejaba de sus discípulos para
hablar en oración con su Padre en el sosiego del silencio. Solo
tendremos tiempo para que el Espíritu de Jesús nos llene y se haga por
entero con nosotros. Ya no podremos olvidarnos de él. Estaremos con él,
tras él, todo nuestro tiempo, y si llega el momento en que no nos
acordamos de él, que se me pegue la lengua al paladar, como reza el
salmo. Nos pondremos a su servicio, seremos sus servidores. Como María,
podremos poner ante Dios la humildad de su esclavo, de su esclava. ¿Será
esto dejación de nosotros mismos o, por el contrario, entraremos así en
la propia plenitud de nuestro ser?
Porque Jesús ejerce sobre
nosotros una suave persuasión. Sígueme, y nosotros le seguimos.
Persuasión de enamoramiento, no de pérdida de nuestra libertad. Nunca
hemos sido tan libres como cuando atendemos la llamada de Jesús. Nuestra
carne, así, alcanza su plenitud. Llamada personal, individualizada en
tu persona con una mirada suya que contempla tu rostro, que te da todo
en esa mirada. Mirada de inmenso cariño que despierta en ti el
seguimiento de por vida. ¿Dificultades? Las habrá, claro. Infinitas.
Pero esa mirada de corazón a corazón, aun en la fragilidad de tu vasija
de barro, plenificará tu vida porque encerrará un inmenso tesoro.
(Fuente: Arzobispado de Madrid)
No hay comentarios:
Publicar un comentario