Todo
afecto auténtico de nuestro corazón remite, en última instancia, al
Señor. Porque cuando deseamos el bien de otra persona, su bien integral,
descubrimos que hay un punto en que nosotros no podemos hacer más. La
felicidad de nuestro prójimo no está totalmente en nuestras manos, sino
que viene de lo alto: ha de ser concedida por Dios y recibida por
nuestra libertad.
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