Desde el Antiguo Testamento, nos muestra la Sagrada Escritura cómo Dios
se vale frecuentemente de hombres llenos de fortaleza y de caridad para
advertir a otros de su alejamiento del camino que conduce al Señor. El
Libro de Samuel nos presenta al profeta Natán, enviado por Dios al rey
David para que le hable de los pecados gravísimos que había cometido. A
pesar de la evidencia de esos pecados tan graves (adulterio con la mujer
de su fiel servidor y el procurar la muerte de este) y de ser el rey un
buen conocedor de la Ley, «el deseo se había apoderado de todos sus
pensamientos y su alma estaba completamente aletargada, como por un
sopor. Necesitó de la luz del profeta, que con sus palabras le hiciera
caer en la cuenta de lo que había hecho». En aquellas semanas, David
vivía con la conciencia adormecida por el pecado.
Natán, para
hacerle caer en la cuenta de la gravedad de su delito, le expone una
parábola: Había dos hombres en un pueblo: uno rico y pobre el otro. El
rico tenía muchos rebaños de ovejas y de bueyes; el pobre solo tenía una
corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y
sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su
regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico; y, no
queriendo perder una oveja o un buey para invitar a su huésped, cogió la
cordera del pobre y convidó a su huésped. David se puso furioso contra
aquel hombre y dijo a Natán: ¡Vive Dios que el que ha hecho eso es reo
de muerte!
Natán respondió entonces al rey: ese hombre eres tú.
Y David recapacitó sobre sus pecados, se arrepintió y expresó su dolor
en un Salmo que la Iglesia nos propone como modelo de contrición.
Comienza así: Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu piedad; según la
muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad.... David hizo
penitencia y fue grato a Dios. Todo, gracias a una corrección fraterna, a
una advertencia, oportuna y llena de fortaleza, como fue la de Natán.
Uno de los mayores bienes que podemos prestar a quienes más queremos, y
a todos, es la ayuda, en ocasiones heroica, de la corrección fraterna.
En la convivencia diaria podemos observar que nuestros parientes, amigos
o conocidos –como nosotros mismos– pueden llegar a formar hábitos que
desdicen de un buen cristiano y que les separan de Dios (faltas
habituales de laboriosidad, chapuzas, impuntualidades, modos de hablar
que rozan la murmuración o la difamación, brusquedades,
impaciencias...). Pueden ser también faltas contra la justicia en las
relaciones laborales, faltas de ejemplaridad en el modo de vivir la
sobriedad o la templanza (gastos ostentosos, faltas de gula o de
ebriedad, dilapidación de dinero en el juego o loterías), relaciones que
ponen en situación arriesgada la fidelidad conyugal o la castidad... Es
fácil comprender que una corrección fraterna a tiempo, oportuna, llena
de caridad y de comprensión, a solas con el interesado, puede evitar
muchos males: un escándalo, el daño a la familia difícilmente
reparable...; o, sencillamente, puede ser un eficaz estímulo para que
alguno corrija sus defectos o se acerque más a Dios.
Esta ayuda
espiritual nace de la caridad, y es una de las principales
manifestaciones de esta virtud. En ocasiones, es también una exigencia
de la justicia, cuando existen especiales obligaciones de prestar ayuda a
la persona que debe ser corregida. Con frecuencia debemos pensar en
cómo ayudamos a los que están más cerca. «¿Por qué no te decides a hacer
una corrección fraterna? —Se sufre al recibirla, porque cuesta
humillarse, por lo menos al principio. Pero, hacerla, cuesta siempre.
Bien lo saben todos.
»El ejercicio de la corrección fraterna es
la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo».
¿La practicamos con frecuencia? ¿Es nuestro amor a los demás un amor con
obras?
La corrección fraterna tiene entraña evangélica; los
primeros cristianos la llevaban a cabo frecuentemente, tal como había
establecido el Señor –Ve y corrígele a solas–, y ocupaba en sus vidas un
lugar muy importante; sabían bien de su eficacia. San Pablo escribe a
los fieles de Tesalónica: si alguno no obedece a lo que decimos en esta
carta... no le miréis como enemigo, sino corregidle como a hermano. En
la Epístola a los Gálatas dice el Apóstol que esta corrección ha de
hacerse con espíritu de mansedumbre. Del mismo modo, el Apóstol Santiago
alienta también a los primeros cristianos, recordándoles la recompensa
que el Señor les dará: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y
otro hace que vuelva a ella, debe saber que quien hace que el pecador se
convierta de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá la
muchedumbre de sus propios pecados. No es pequeña recompensa. No podemos
excusarnos y repetir otra vez aquellas palabras de Caín: ¿acaso soy yo
el guardián de mi hermano?
Entre las excusas que pueden
instalarse en nuestro ánimo para no hacer o para retrasar la corrección
fraterna está el miedo a entristecer a quien hemos de hacer esa
advertencia. Resulta paradójico que el médico no deje de decir al
paciente que, si quiere curar, debe sufrir una dolorosa operación, y sin
embargo los cristianos tengamos a veces reparos en decir a quienes nos
rodean que está en juego la salud, ¡cuánto más valiosa!, de su alma.
«Por desgracia, es grande el número de los que, por no desagradar o por
no impresionar a alguien que está viviendo sus últimos días y los
últimos momentos de su existencia terrena, le callan su estado real,
haciéndole así un mal de incalculables dimensiones. Pero todavía es más
elevado el número de los que ven a sus amigos en el error o en el
pecado, o a punto de caer en uno o en otro, y permanecen mudos, y no
mueven un dedo para evitarles estos males. ¿Concederíamos, a quienes de
tal modo se portasen con nosotros, el título de amigos? Ciertamente, no.
Y, sin embargo, suelen hacerlo para no desagradarnos».
Con la
práctica de la corrección fraterna se cumple verdaderamente lo que nos
dice la Sagrada Escritura: el hermano ayudado por su hermano, es como
una ciudad amurallada. Nada ni nadie puede vencer contra la caridad bien
vivida. Con esta muestra de amor cristiano no solo mejoran las
personas, sino también la misma sociedad. A la vez, se evitan críticas y
murmuraciones que quitan la paz del alma y enturbian las relaciones
entre los hombres. La amistad, si es verdadera, se hace más profunda y
auténtica con la corrección sincera. La amistad con Cristo crece también
cuando ayudamos a un amigo, a un familiar, a un colega, con ese remedio
eficaz que es la corrección amable, pero clara y valiente.
Al
hacer la corrección fraterna se han de vivir una serie de virtudes, sin
las cuales no sería una verdadera manifestación de caridad. «Cuando
hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin
humillar..., y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que
corrijas». Como Cristo la practicaría si estuviera ocupando nuestro
lugar, con la misma delicadeza, con la misma fortaleza.
A
veces, una cierta animosidad y falta de paz interior nos puede llevar a
ver, en otros, defectos que en realidad son nuestros. «Debemos corregir,
pues, por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa
intención de lograr su enmienda (...). ¿Por qué le corriges? ¿Porque te
apena haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por
amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras bien».
La humildad nos enseña, quizá más que cualquier otra virtud, a
encontrar las palabras justas y el modo que no ofende, al recordarnos
que también nosotros necesitamos muchas ayudas parecidas. La prudencia
nos lleva a hacer la advertencia con prontitud y en el momento más
oportuno; nos es necesaria esta virtud para tener en cuenta el modo de
ser de la persona y las circunstancias por las que pasa, «como los
buenos médicos, que no curan de un solo modo», no dan la misma receta a
todos los pacientes.
Después de avisar a alguien con la
corrección, si parece que no reacciona, es preciso ayudarle todavía un
poco más con el ejemplo, con la oración y mortificación por él, con una
mayor comprensión.
Por nuestra parte, hemos de recibirla con
humildad y silencio, sin excusarnos, conociendo la mano del Señor en ese
buen amigo, que al menos lo es desde aquel momento; con un sentimiento
de viva gratitud, porque alguien se interesa de verdad por nosotros; con
la alegría de pensar que no estamos solos para enderezar nuestros
caminos, que deben conducir siempre al Señor. «Después que hayas
recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias,
imponte como un deber el seguirlas, no solo por el beneficio que reporta
el corregirse, sino también para hacerle ver que no han sido vanos sus
desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se
corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han
dado, antes bien los desprecia; quien es verdaderamente humilde tiene a
honra someterse a todos por amor a Dios, y observa los sabios consejos
que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el instrumento
de que Él se haya servido».
(Francisco Fernández Carvajal. Colección "Hablar con Dios")
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