Una vez más celebramos la fiesta de dos apóstoles. Una efemérides de
este tipo nos lleva a considerar la realidad de la Iglesia. Muchos la
ven como lago que debería ser ya perfecto, sin mancha de ninguna clase
y, al reconocer la humanidad de que está formada se escandalizan. Pero,
el evangelio de hoy, nos recuerda como la Iglesia la forma Cristo
contando con la libertad de los hombres. La Iglesia nace del corazón de
Dios. Va unida inseparablemente a su designio de salvación y al hecho de
la encarnación. El Verbo se hizo carne para salvarnos y, comunica su
salvación verdaderamente a los hombres. De ahí que forme una Iglesia,
que es su pueblo pero también su cuerpo.
El hecho de que se nos diga que Jesús
pasó toda la noche en oración, antes de elegir a los doce apóstoles,
subraya la trascendencia del hecho. La Iglesia siempre será sostenida
por Jesucristo, que es su cabeza. No es una realización humana, sino
algo querido por Dios, quien también se encarga de su crecimiento. Por
la Iglesia nosotros nos unimos íntimamente a Jesucristo y participamos
de su vida. También estamos llamados a unirnos a su sacrificio y a
interceder por los hombres.
Es algo grandioso que Jesús cuente con
los hombres para hacerse presente en todo el mundo. El realismo de la
encarnación (nació en un lugar y tiempo determinados), se prolonga a
través de multitud de personas que se han encontrado con Él y ahora son
testigos suyos. Sin embargo, la Iglesia no se agota en la humanidad de
cada uno de sus miembros. Perteneciendo cada uno de nosotros a ella, lo
que sucede es más grande, porque Cristo está presente y actúa. Es la
realidad de los sacramentos. Por ellos Jesús se acerca a las personas y
las transforma. Pero Él quiere que ese encuentro vaya precedido por un
anuncio. Los primeros evangelizadores fueron los apóstoles, y después
todos los que fueron, por su mediación, tocados por la gracia e
incorporados a la Iglesia.
San Pablo, en la primera lectura, nos
indica que la Iglesia es el verdadero hogar del hombre. Este se va
edificando en la historia. Jesucristo es la piedra angular que le da
consistencia. La salvación se nos ofrece como un regalo, pero no nos
quita la libertad. Por eso se dice que nos ensamblamos sobre el cimiento
de los apóstoles pero, al mismo tiempo, estamos llamados a participar
en la construcción.
El hecho de que sepamos el nombre de los
Doce apóstoles, aunque de algunos sepamos relativamente poco, como es
el caso de san Simón y san Judas, nos indica que cada persona es
importante en la Iglesia. No se trata de un pueblo en el que se pierde
la identidad ni de que quedemos absorbidos por la multitud.
Singularmente Dios nos ama a cada uno de nosotros. El apóstol señala que
nuestra vida en la Iglesia nos lleva a ser morada de Dios. Porque la
Iglesia propicia el encuentro verdadero de Dios con cada uno de
nosotros. Por él nuestra humanidad no queda abolida, sino que es
elevada. Porque se nos libera del pecado y se nos permite vivir con
mayor plenitud, como hijos de Dios.
El recuerdo de los apóstoles nos lleva a
tomar conciencia de lo importante que somos cada uno de nosotros para
Dios. En estos momentos de la historia se hace urgente profundizar en
nuestra pertenencia eclesial. Vivir intensamente unidos a ella para que
todos los hombres puedan reconocer que es signo del amor de Dios.
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