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NADIE DA LO QUE NO TIENE

La sabiduría popular ha acuñado frases que con pocas palabras expresan profundas verdades. En apariencia sencilla y breve, contienen enseñanzas recogidas de la experiencia. Muchas veces su sensatez señala orientaciones y guías seguras para la vida. “Nadie da lo que no tiene” es, sin duda, una de estas frases. En un primer momento resulta tan evidente que parecería superfluo reflexionar sobre ella. Sin embargo, contiene grandes iluminaciones para la vida, en especial para la vida cristiana, para el apostolado y para la formación personal.

Un ciego no puede guiar a otro ciego. Es el mismo Señor Jesús el que nos lo recuerda y nos advierte que de ser así, ambos caerían al foso. Si no tenemos nada, no seremos capaces de dar nada. Por más buena voluntad que tengamos de ayudar o servir a los demás, será inútil. Esto se aplica tanto para los bienes materiales como para los espirituales, de manera particular en relación a aquel bien mayor que es la vida de fe, el tesoro inmenso que es la vida en Cristo y por la cual vale la pena dar todo. Sabemos que al hacer apostolado es fundamental anunciar al Señor desde un corazón que se ha encontrado con Él. Quien no se ha encontrado con Jesús, quien no se adhiere a Él en la vida cotidiana, no será capaz de hacer que otros se encuentren con Él, como el ciego al que le es imposible guiar a otro ciego.

“LO QUE TENGO, TE DOY”

Los Hechos de los Apóstoles narran un episodio de la vida de San Pedro que nos ilumina muchísimo sobre el tema que estamos reflexionando. Subiendo Pedro y Juan a orar al Templo se encuentran con un tullido de nacimiento que ahí pedía limosna. “Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: “Míranos”. Él les miraba con fijeza, esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro: pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar”. Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios”.

Sabemos que para poder dar algo, primero es necesario poseerlo. Hay en esta palabra (poseer) un énfasis importante. No basta saber qué es bueno para la otra persona, ni siquiera saber dónde está o cómo se encuentra. Ese “algo” que queremos dar debe ser nuestro, debe ser algo que de un modo u otro nos lo hemos apropiado. Esto, que se aplica en primer lugar a objetos materiales, se hace aún más patente con los bienes espirituales. ¿Cómo dar alegría, si no somos alegres? ¿Cómo amar a los demás, si no hemos experimentado lo que es el amor? De modo especial, se hace patente en el apostolado: ¿Cómo anunciar a Jesús si no lo conocemos? Jesús mismo nos recuerda en la Última Cena, en el intenso discurso que da a los apóstoles, esta realidad. “Doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente”.

No podemos llevar a otros el tesoro más grande que tenemos, que es la fe, si no lo “poseemos”, si no lo hemos hecho nuestro, si no hemos dejado que Jesús esté en nuestro interior, en lo más profundo de nuestro corazón.

PERMANENTEMENTE EVANGELIZADOS

Entonces surge la pregunta: ¿Cómo podemos hacer nuestras estas realidades? Para quien quiere vivir cada vez más intensamente en Cristo, y darlo a conocer a los demás, resulta fundamental la formación personal integral y permanente. Hoy, además, la tarea evangelizadora es inmensa, y los desafíos apostólicos son innumerables. Sabemos que hay un mundo en crisis, y las manifestaciones del mal y de su acción se multiplican día a día. La invitación a transformar el mundo desde el Evangelio demanda particularmente en nuestro tiempo una intensa preparación y una formación sólida, con criterios claros y firmes. No basta una preparación superficial, sino una formación integral, que partiendo desde el encuentro personal con el Señor Jesús y una auténtica conversión, se manifieste en las distintas áreas de nuestra vida.

Se trata de ser evangelizadores permanentemente evangelizados. Es un tema sobre el que hemos reflexionado muchas veces. En esta ocasión, nos detenemos un poco más en la segunda parte de la frase, en el “permanentemente evangelizados”. Lógicamente, no puede evangelizar quien no ha sido evangelizado antes. No puede anunciar a Jesús quien antes no lo ha conocido, no se ha encontrado con El. Por eso, en primer lugar, la atención debe estar sobre uno mismo, en la línea de aquello de que “el primer campo de apostolado soy yo mismo”. Significa para empezar una atención especial a la dimensión interior de nuestra existencia, en particular a la vida espiritual. Quien no reza consistentemente, quien no se nutre de Aquel que es la Vida, pronto se secará. Sin vida de oración, ningún esfuerzo tendrá frutos de vida eterna. La atención, ciertamente, está puesta en aquellos “momentos fuertes” de oración, pero sin descuidar aquella realidad tan hermosa y plena que es hacer de toda nuestra vida oración. Si nadie da lo que no tiene, la vida espiritual es momento privilegiado para nutrirnos de quien es alimento de Vida eterna, y poder también nosotros llevar a otros aquel alimento.

FORMARNOS PARA DAR

La formación implica a la vez aprender y conocer las razones de nuestra fe. Se trata de la dimensión más intelectual de la vida. Un medio muy sencillo para la formación intelectual es el estudio del Catecismo, o la lectura de algunos libros que nos ayuden a entender mejor las verdades de la fe. Este ámbito intelectual no agota sin embargo todo el aspecto formativo. Lo que el cristiano debe buscar es una formación integral, que abarque los diversos aspectos de la vida. Se trata, pues, no solo de formarnos en la fe de la Iglesia, también en la vida espiritual, la vida moral, el espíritu apostólico, la vida litúrgica, y tantos otros aspectos que se relacionan y forman parte de nuestra vida cristiana.

El concepto de una formación integral se complementa con la clara conciencia de que esta formación debe ser a la vez permanente. No basta, ante los desafíos del mundo de hoy, vivir de la formación que recibimos algún tiempo atrás. Aquel “¡Ay de mi si no predicara el Evangelio!” que expresa de forma tan intensa el ardor apostólico de San Pablo nos debe llevar a una constante iniciativa por nuestra formación en la fe, siempre, en todo momento de nuestra vida. Quien más tiene, podrá ser capaz de dar más. Es un ámbito en el que no podemos ser mezquinos ni negligentes en nuestro esfuerzo. Es una responsabilidad que atañe a todos, a lo largo de toda la vida. Siempre habrá cosas nuevas que aprender, aspectos en los que crecer, temas en los que profundizar, que impliquen avanzar por aquel camino de formación personal que nos hace “evangelizadores permanentemente evangelizados”. La responsabilidad e iniciativa es de cada uno. Al final, se trata de poder exclamar con San Pedro “Lo que tengo te lo doy”, dando a otros el mayor bien: El Señor Jesús, quien es Camino, Verdad y Vida.


(Movimiento de Vida Cristiana, Camino hacia Dios)



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