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PROVIDENCIA Y SUFRIMIENTO

El tema del sufrimiento es uno de los más difíciles de comprender, sobre todo para los que no tienen fe. Ellos nos dicen: Si Dios existe y es bueno, ¿por qué permite el sufrimiento de los niños inocentes? ¿Por qué permite tantas injusticias? ¿Por qué no hace nada para evitar tanto dolor que hay en el mundo?

En primer lugar, digamos que Dios creó un mundo feliz, donde sus hijos los hombres iban a vivir en un paraíso terrenal. En sus planes divinos, no existía la muerte ni la enfermedad, pero Dios creó al hombre libre y nuestros primeros padres pecaron y rechazaron a Dios y le desobedecieron, queriendo ser felices sin Él. Y, entonces, descubrieron su error y que el diablo los había engañado. En vez de la felicidad buscada, encontraron un mundo de dolor. Perdieron los dones preternaturales, que Dios les había regalado, que eran:
la inmortalidad (no morir),
la impasibilidad (no sufrir enfermedades corporales),
la ciencia infusa (conocimiento natural de las cosas)
y la integridad (equilibrio y armonía interior).

Y, como resultado de su pecado, su alma quedó con cuatro heridas permanentes, según Santo Tomás:
ignorancia (dificultad para conocer la verdad),
malicia (debilitamiento de la voluntad),
concupiscencia (deseo desordenado de satisfacer los sentidos)
y fragilidad (cobardía ante las dificultades para obrar el bien).

Pero Dios, que los seguía amando, les ofreció su perdón y les devolvió la esperanza y la paz con el derecho de ser felices eternamente en el cielo. Así que el origen del sufrimiento y de la muerte, no está en Dios sino en el pecado. Todos los sufrimientos y muertes de todos los hombres de todos los tiempos, tienen su origen en el pecado.

Lo malo es que muchos hombres, a lo largo de la historia humana, han seguido rechazando a Dios y buscando la felicidad fuera de Él. Y siguen creyendo que Dios es un tirano, que impone por capricho sus mandamientos. Sin embargo, Dios lo único que quiere es ayudarnos a ser felices y, por eso, nos guía a través de la conciencia y a través de los mandamientos. Es como si nos dijera:

- Mira, hijo mío, vete por aquí, no vayas por allá. No mientas, no robes, no calumnies, no mates. Di siempre la verdad, sé honesto y honrado, sé responsable y nunca hagas daño a nadie…

Pero muchos hombres no aceptan sus consejos y prefieren ser libres y hacer lo que ellos quieren sin imposiciones o consejos de ninguna clase. Y de ahí vienen tantos fracasos y sufrimientos y tantas vidas destruidas, ya que, fuera de Dios, no puede existir el bien ni la paz.

Muchos de los sufrimientos que hay en el mundo, son producto de los propios pecados, errores o irresponsabilidades. Y otros muchos sufrimientos se deben al egoísmo de otros que no saben compartir o que no quieren ayudar.

En el mundo mueren muchos niños inocentes de hambre y de frío, y eso Dios no lo quiere, pues nosotros podríamos darles de comer. En el mundo hay suficientes alimentos para todos. ¿Qué puede hacer Dios? ¿Matar a todos los ricos? Con ello no se solucionaría el problema, porque el problema está en el egoísmo y otros egoístas ocuparían su lugar. Entonces, ¿qué podemos hacer? Debemos predicar la solidaridad y generosidad a los ricos para que compartan sus bienes. Debemos compartir nosotros mismos lo que está a nuestro alcance. Dios quiere que cada uno de nosotros le ayude en la tarea de hacer un mundo más humano y más feliz. En su providencia divina estamos nosotros como instrumentos de su amor para los demás.

La Madre Teresa de Calcuta decía: Cuando una persona muere de hambre o de pena, no es porque Dios la haya descuidado, sino porque nosotros no hicimos nada para ayudarla. No fuimos instrumentos de su amor, no supimos reconocer a Cristo bajo la apariencia de ese hombre desamparado, de ese niño abandonado.

Jesús podría decirnos a cada uno: Cada gota de mi sangre la derramé por ti. Y decir que la derramó por ti y por mí significa que pensó en ti y quería tu felicidad eterna, pues para eso te creó. Por tanto, nunca digas que Dios te ha abandonado y se ha olvidado de ti.

Recuerden siempre que Dios todo lo permite por nuestro bien (Rom 8,28). Incluso el que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero nosotros sabemos que en todas las cosas Dios interviene para el bien de los que le aman (Cat 395). Ya decía san Agustín: Dios todopoderoso..., por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal (Ench 11,3).

Por supuesto que Dios podría suprimir todos los sufrimientos del mundo y matar a todos los malos, pero, como nos enseña en la parábola del trigo y de la cizaña, no lo hace para dar oportunidad a muchos malos a que se conviertan y a los buenos de ser mejores. Además, si no existieran los sufrimientos ni las guerras, si no hubiera pobres ni necesitados…, ¿seríamos menos egoístas y menos violentos? ¿Seríamos mejores o peores? Dios sabe lo que hace, dejemos a Dios ser Dios y no queramos enseñarle a ser Dios, diciéndole lo que tiene que hacer. Simplemente, aceptemos en nuestra vida los sufrimientos de cada día y ofrezcamos todo lo que somos y tenemos por su amor. Y, por otra parte, procuremos ayudar a todos los que sufren con nuestra ayuda generosa y nuestro amor.

La Madre Teresa de Calcuta decía que lo que hacía era como una gota de agua en el océano de dolor del mundo. En el mundo hay millones de pobres y de enfermos, pero ella cuidaba a uno cada vez. Y Dios quiere que nosotros ayudemos lo que podamos de acuerdo a nuestras posibilidades. No nos pide más.

Cuenta la Madre Teresa: Un día, yendo por la calle me encontré con una niña que estaba tosiendo y casi muerta de frío con un vestido roto y sucio. Pedía limosna con cara de hambre. Todos pasaban de largo. Aquel espectáculo me irritó y me hizo exclamar interiormente: “Pero ¿cómo Dios permite esto? ¿Por qué no hace algo para que esto no suceda?”. De momento la pregunta quedó sin respuesta. Pero por la noche, en el silencio de mi habitación, pude oír la voz de Dios que me decía: “Claro que hice algo para solucionar estos casos, te he hecho a ti”.

Pues bien, quizás a nosotros nos podría decir lo mismo: ¿Qué has hecho tú para aliviar los sufrimientos de los demás? Tú eres parte de mi providencia para ayudar a tus hermanos. Cumple tu misión.


LA ENFERMEDAD

Algunas veces, la enfermedad viene a tocar la puerta de nuestra vida y, con frecuencia, nos rebelamos contra Dios, como si Él fuera la causa de nuestros sufrimientos. Lo mismo podemos decir, cuando ocurren catástrofes naturales o accidentes, que nos producen sufrimientos en nosotros mismos o en nuestros seres queridos sin culpa nuestra. ¿Tiene algún sentido en la providencia de Dios nuestro dolor? Quizás nos puede parecer absurdo e incomprensible de acuerdo a nuestro modo de pensar. Pero Dios tiene una visión más amplia de la vida y del mundo. Por ello, en los momentos difíciles, cuando no entendamos nada, debemos decir como Jesús en el huerto de Getsemaní: Padre mío, que no se haga mi voluntad sino la tuya (Mt 26,39).

Dios tiene un plan superior, que no nos ha mostrado, y que es mejor que nuestros planes humanos. Nos dice en Isaías: Mis caminos no son vuestros caminos ni mis pensamientos son vuestros pensamientos (Is 55,8).

Lo que Él quiere es que confiemos, que no dudemos en ningún momento de su bondad ni de su amor por nosotros, aunque no comprendamos sus motivos. Dejémonos llevar como un niño en brazos de su madre, sabiendo que lo que Él ha dispuesto para nosotros es lo mejor. Él tiene una visión de conjunto de la realidad de las cosas y desea nuestra santificación personal, ya que, de acuerdo a ella, así será nuestra felicidad eterna.

Por eso, podemos decir con seguridad que, si aceptamos sin rebelarnos los sufrimientos que nos vienen sin buscarlos, Dios nos puede hacer adelantar en el camino espiritual más que en muchos años de vida normal. Eso quizás no lo podamos entender fácilmente, pero así es en verdad. Al aceptar nuestras enfermedades, nos estamos asemejando a Jesús y nuestro sufrimiento, unido al suyo, nos hace ser colaboradores de la humanidad en la gran tarea de la salvación.

Los enfermos y todos los que sufren con amor, o al menos sin rechazarlo expresamente, son bienhechores de la humanidad, aunque no lo sepan. Decía la Madre Teresa de Calcuta: La vida de los pobres, de los rechazados de la sociedad, de los físicamente disminuidos, de los ciegos, de los sordos, de los moribundos..., es una continua oración a Dios. Con su paciencia y sus sufrimientos interceden, sin saberlo, por la salvación del mundo. Sus sufrimientos, pues, no son inútiles. Y ella misma decía que la casa del moribundo en Calcuta era su banco espiritual del que sacaba infinidad de bienes espirituales para todas sus obras.

Además, los pobres y enfermos, al sentirse humanamente débiles, son, generalmente, más humildes y esto es una bendición desde el punto de vista espiritual. Por eso, confiemos en los planes de la providencia de Dios sobre nosotros.

Él nos dice: No tengas miedo, porque yo estoy contigo (Is 43,5). Yo te he tomado la mano (Is 42,6). Te tengo grabado en la palma de mis manos (Is 49,16). Y serás como una corona de gloria en la mano del Señor, una diadema real en la palma de tu Dios (Is 62,3). Porque con amor eterno te amé… y nunca se apartará de ti mi amor (Is 54,8-10). Y los que en Mí confían, nunca jamás serán confundidos (Is 49,23).

Mira, hermano, con el paso de los años te harás viejo y un día morirás. Tu nombre se olvidará de la memoria de los hombres. Pero, si has contribuido a la redención del mundo, aun sin saberlo, con tu amor y tu dolor, tu vida habrá valido la pena haberla vivido, aunque hayas muerto joven. Tu nombre nunca se apartará de la mente de Dios y, aunque nadie se acuerde de ti, habrás realizado una labor transcendente, porque tu vida y tus dolores redentores estarán escritos en el corazón de Dios y habrán salvado muchas almas. Piénsalo, cuando sufres, estás haciendo por el progreso del mundo y por el cumplimiento del plan de Dios, mucho más que todos los científicos y sabios del mundo juntos. Acepta con amor la voluntad de Dios y di como Job: Dios me dio (la salud), Dios me la quitó ¡Bendito sea el nombre de Dios! (Job 1,21).

La Madre Teresa de Calcuta decía que el sufrimiento es el beso de Jesús, un regalo de Jesús, que nos quiere asociar a su pasión y participar en su plan de salvación del mundo.

Y contaba un caso concreto: Hace unos meses encontrándome en Nueva York, uno de nuestros enfermos de sida me mandó llamar. Y, cuando estuve a su lado, me dijo:
- Puesto que Ud. es mi amiga, quiero hacerle una confidencia. Cuando el dolor de cabeza se me hace insoportable, lo comparo con el sufrimiento que tuvo Jesús con la corona de espinas. Cuando el dolor se desplaza a la espalda, lo comparo con el que debió soportar Jesús, cuando fue azotado por los soldados. Cuando siento dolor en las manos, lo comparo con el sufrimiento de Jesús al ser crucificado.
- Soy muy consciente de que no tengo curación y que me queda poco tiempo de vida. Pero encuentro coraje para vivir en el amor de Jesús, compartiendo su pasión. Por eso, tengo paz y alegría interior.

Sí, solamente para el que tiene fe puede tener sentido el sufrimiento. Sin fe, uno se desespera y no tiene más camino que el suicidio.

Otro caso, contado por ella misma:

- Una madre tenía doce hijos. La más pequeña de todos, que era niña, tenía una profunda minusvalía. Es difícil explicar esto desde el punto de vista físico y emocional. Se me ocurrió brindarme a acoger a la niña en uno de nuestros hogares, donde teníamos otros niños en condiciones parecidas. Pero la madre empezó a llorar:
- Por favor, Madre Teresa, no me diga eso. Esta criatura es el mayor regalo que Dios ha hecho a mi familia. Todo nuestro amor se centra en ella. Si se la lleva, nuestras vidas carecerán de sentido.

¡Cuánto amor podemos dar, al cuidar enfermos, y cuántas bendiciones podemos recibir a través de ellos! Cuando tengamos que sufrir por enfermedades propias o ajenas, digamos con fe: Señor, te ofrezco mis dolores y te pido que hagas de mí un colaborador tuyo en la tarea de salvación de mis hermanos. Haz que pueda ser para ellos, un ángel que los conforte, los consuele y los ayude a salvarse. Amén.


(P. Angel Peña O.A.R. - La Providencia de Dios - Capítulo 6)

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