Comenzamos
el Tiempo Ordinario, el de cada día, poniendo los ojos en Jesús. Nos
acercamos al Manantial que lleva en su interior y nos muestra en todo
momento: el Abbá, el Padre. Recorremos con Él nuestra jornada, y
aprendemos con Él a orar tempranito, a escuchar la Palabra del Padre en
lo que nos acontece. Orar es aprender a decir: ¡Abbá!
El Abbá
sostiene la vida de Jesús, es como un amigo que anima a su amigo, es
fuente de vida y acción liberadora. En medio de la noche o al amanecer,
en lo alto de un monte o a la orilla de los caminos, metido de lleno en
el murmullo de la vida o en el diálogo íntimo con un amigo, Jesús corre
para estar con su querido Abba.
En esa comunicación de amor de Jesús con el Abbá
fue recreándose la humanidad, fue naciendo la misión de levantar a los
pobres, ofreciéndoles, de forma gratuita y sin violencia, palabra, sitio
y dignidad.
En esa intimidad de amor y de ternura nos meten el Espíritu y la Iglesia (cf Gal 4,3-7; Rm 8,14-17).
Esta es la novedad: Dios es nuestro Abbá como consecuencia y prolongación de su paternidad sobre Jesús. “Todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gal 3,26).
Encontrarse cada mañana con el Abbá es despertar a una alegría y dar con las fuentes de la vida.
Caminar con el Abbá durante el día es continuar la tarea de Jesús de llevar a todos su ternura y misericordia entrañable.
Dormirse con el nombre de Abbá en los labios es descansar seguro, porque sabemos que “su mano nos sostiene y su pecho nos cobija”.
(Fuente: Cipecar)
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