El silencio es parte integrante de la
comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En
el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y
se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que
queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos.
Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a
sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados sólo a nuestras palabras
o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de
escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena. En el
silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la
comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del
rostro, el cuerpo como signos que manifiestan la persona. En el silencio
hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente
en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Del
silencio, por tanto, brota una comunicación más exigente todavía, que
evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que a menudo desvela la
medida y la naturaleza de las relaciones. Allí donde los mensajes y la
información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir
lo que es importante de lo que es inútil y superficial. Una profunda
reflexión nos ayuda a descubrir la relación existente entre situaciones
que a primera vista parecen desconectadas entre sí, a valorar y analizar
los mensajes; esto hace que se puedan compartir opiniones sopesadas y
pertinentes, originando un auténtico conocimiento compartido. Por esto,
es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de
“ecosistema” que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos.
Hay que considerar con interés los diversos sitios, aplicaciones y
redes sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir momentos de
reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar
espacios de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la
Palabra de Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más
extensos que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos
profundos, si cada uno no descuida el cultivo de su propia interioridad.
No sorprende que en las distintas tradiciones religiosas, la soledad y
el silencio sean espacios privilegiados para ayudar a las personas a
reencontrarse consigo mismas y con la Verdad que da sentido a todas las
cosas. El Dios de la revelación bíblica habla también sin palabras:
“Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su
silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del
Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo
de Dios, Palabra encarnada… El silencio de Dios prolonga sus palabras
precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su
silencio”. En el silencio de la cruz habla la elocuencia del amor de
Dios vivido hasta el don supremo. Después de la muerte de Cristo, la
tierra permanece en silencio y en el Sábado Santo, cuando “el Rey está
durmiendo y el Dios hecho hombre despierta a los que dormían desde hace
siglos”, resuena la voz de Dios colmada de amor por la humanidad.
Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre igualmente
descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios.
“Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos
hace entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto
donde nace la Palabra, la Palabra redentora”. Al hablar de la grandeza
de Dios, nuestro lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el
espacio para la contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con
toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad
imperiosa de “comunicar aquello que hemos visto y oído”, para que todos
estemos en comunión con Dios (cf. 1 Jn 1,3). La contemplación silenciosa
nos sumerge en la fuente del Amor, que nos conduce hacia nuestro
prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo, su Mensaje de
vida, su don de amor total que salva.
(Fragmento del mensaje
del Santo Padre Benedicto XVI para la XLVI Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales, 24 de enero 2012)
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