San Anselmo nació en Aosta (Italia) en 1033 de noble familia. Desde
muy niño se sintió inclinado hacia la vida contemplativa. Pero su padre,
Gandulfo, se opuso: no podía ver a su primogénito hecho un monje;
anhelaba que siguiera sus huellas. A causa de esto, Anselmo sufrió tanto
que se enfermó gravemente, pero el padre no se conmovió. Al recuperar
la salud, el joven pareció consentir al deseo paterno. Se adaptó a la
vida mundana, y hasta pareció bien dispuesto a las fáciles ocasiones de
placeres que le proporcionaba su rango; pero en su corazón seguía
intacta la antigua llamada de Dios.
En efecto, pronto
abandonó la casa paterna, pasó a Francia y luego a Bec, en Normandía, en
cuya famosa abadía enseñaba el célebre maestro de teología, el monje
Lanfranco.
Anselmo se dedicó de lleno al estudio,
siguiendo fielmente las huellas del maestro, de quien fue sucesor como
abad, siendo aún muy joven. Se convirtió entonces en un eminente
profesor, elocuente predicador y gran reformador de la vida monástica.
Sobre todo llegó a ser un gran teólogo.
Su austeridad
ascética le suscitó fuertes oposiciones, pero su amabilidad terminaba
ganándose el amor y la estima hasta de los menos entusiastas. Era un
genio metafísico que, con corazón e inteligencia, se acercó a los más
profundos misterios cristianos: "Haz, te lo ruego, Señor—escribía—, que
yo sienta con el corazón lo que toco con la inteligencia".
Sus
dos obras más conocidas son el Monologio, o modo de meditar sobre las
razones de la fe, y el Proslogio, o la fe que busca la inteligencia. Es
necesario, decía él, impregnar cada vez más nuestra fe de inteligencia,
en espera de la visión beatífica. Sus obras filosóficas, como sus
meditaciones sobre la Redención, provienen del vivo impulso del corazón y
de la inteligencia. En esto, el padre de la Escolástica se asemejaba
mucho a San Agustín.
Fue elevado a la dignidad de
arzobispo primado de Inglaterra, con sede en Canterbury, y allí el
humilde monje de Bec tuvo que luchar contra la hostilidad de Guillermo
el Rojo y Enrique I. Los contrastes, al principio velados, se
convirtieron en abierta lucha más tarde, a tal punto que sufrió dos
destierros.
Fue a Roma no sólo para pedir que se
reconocieran sus derechos, sino también para pedir que se mitigaran las
sanciones decretadas contra sus adversarios, alejando así el peligro de
un cisma. Esta muestra de virtud suya terminó desarmando a sus
opositores. Murió en Canterbury el 21 de abril de 1109. En 1720 el Papa
Clemente XI lo declaró doctor de la Iglesia.
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