Pentecostés es un nuevo comienzo. A partir de
ese día, el Espíritu Santo se manifiesta como Espíritu de Jesús. Del
costado traspasado, Jesús nos dona su Espíritu y en Pentecostés los
discípulos lo acogen como don del Resucitado.
Los hombres y mujeres
reunidos en el Cenáculo quedaron invadidos por la presencia personal del
Espíritu Santo. Esos pobres hombres, vasos de barro (2 Co 4,7) quedaron
llenos del Espíritu, divinizados. Es una nueva creación. Nace la
Iglesia: morada de Dios entre los hombres.
Nosotros, como los huesos
secos de la profecía de Ezequiel, escuchamos la voz del Resucitado que
nos dice: “Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis” (Ez 37,14)
El Espíritu encuentra en nosotros rostros desfigurados y Él, que trabaja
siempre, nos va reformando en la oración. Día a día, poco a poco, como
el agua a la piedra de río, en cada oración, nos va moldeando conforme a
la imagen de Cristo.
¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!
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