Nos resulta fácil excusarnos. Casi parece un mecanismo de autodefensa
que surge desde las primeras etapas de la infancia y que dura casi toda
la vida.
"No me di cuenta de lo que hacía. Es que todos se
comportan igual. Fue un momento de debilidad. En el fondo, no es tan
malo. No hay que ser escrupulosos. Actué seguramente bajo el efecto de
las estrellas..."
Las excusas fluyen, con un deseo de ocultar el
mal realizado, o simplemente para explicar que no fuimos tan malos.
Además, no hay que ver pecado detrás de cada esquina...
San
Agustín tiene un sermón (el número 29) donde trata de este mismo tema.
El santo notaba cómo algunos hombres, cuando eran acusados de sus
faltas, empezaban a excusarse según las costumbres de aquel tiempo: "El
diablo me obligó a hacerlo... El destino me arrastró..."
Según
explicaba Agustín, este modo de
comportarse implica una victoria del demonio. Porque, cuando uno se
convierte en su propio abogado, entonces triunfa el acusador, es decir,
el diablo.
En cambio, si uno se acusa a sí mismo, es derrotado el gran acusador: salimos de las tinieblas para entrar en la luz.
Por
lo tanto, hay que superar la manía autoexculpatoria para llegar a ser
honestos, para reconocer que no hicimos el mal movidos por el demonio,
por el destino, por la suerte, sino por nuestra culpa.
Con palabras sencillas, como las que leemos en el salmo 51, podemos reconocer nuestro pecado: Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí (Sal 51,5-6). O, como decimos al inicio de la misa: Yo confieso... por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa....
Entonces,
cuando dejamos de excusarnos, cuando reconocemos nuestra culpa,
cuando nos acusamos, como enseñaba san Agustín, nos ponemos delante del
Médico para pedir que nos cure, que nos levante, que nos salve.
Así
resulta posible iniciar el camino de la salvación. Nos acercamos a Dios
desde nuestra verdad, con lo que somos: debilidad y pecado. Entonces
escuchamos que Jesús nos dice, lleno de Amor y misericordia, que no nos
condena, sino que vino precisamente para salvarnos. (cf. Jn 3,17).
(Autor: P. Fernando Pascual LC)
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