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CONSOLEMOS, NO CONDENEMOS


Según la Biblia, “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo.”
El mismo Jesucristo dijo: “Yo no vine para condenar al mundo, sino para salvarlo.”
En realidad, nadie nos dio el derecho para juzgar a los demás.
Cuando juzgamos a los demás, nos condenamos a nosotros mismos.
Tus allegados no necesitan que tú les critiques, que les condenes, que les taches, que les reprendas o que les regañes. Lo que ellos necesitan es que tú les consueles, que les des una palabra de ánimo, que les regales una palabra de esperanza.
Cuando tú tienes una caída, lo que menos necesitas es que alguien venga a martirizarte más; o que te vengan a poner sal sobre tus heridas. Igual sucede con los demás.
Antes de recriminar a alguien, debes recordar que eres Templo del Espíritu Santo, y el Espíritu Santo es consolador. Antes de mirar la paja en el ojo ajeno, mira la viga que tienes en el tuyo.

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