San Agustín decía: "Si no me lo pregunto, se qué es el tiempo; si me
lo pregunto, ya no se qué es". Y a la mayoría de nosotros nos suele
pasar eso: vivimos en el tiempo, se nos escurre minuto tras minuto, hora
tras hora, día tras día, para llegar así a fin de año y repetirnos la
clásica frase: "cómo se nos fue el año". En verdad, no solo se nos va el
año, sino la vida misma, sin que a veces nos hagamos el tiempo para
preguntarnos cómo la estamos viviendo. Si en el transcurso de la vida
estamos siendo Señores de nuestra existencia, o ella nos va empujando.
Sería
bueno detenernos unos minutos y revisar nuestra espiritualidad. ¿O es
que nos quedaremos con la excusa de que "no tengo tiempo para la
espiritualidad", sin darnos cuenta de que la espiritualidad es lo que
puede hacer que vivamos mejor y más intensamente todas las cosas de la
vida? Porque ese breve lapso dedicado a viajar por el interior de
nosotros mismos es lo que posibilita reencontrarnos con lo que somos y
no con lo que hacemos.
Por eso, un primer punto
para repensar nuestra espiritualidad es tener en claro que esta tiene
que estar basada en el "ser" y no en el "hacer". Los griegos de la edad
de oro de la filosofía consideraban la principal ocupación de la vida de
un hombre el "ocio", que era el tiempo que le restaban al "negocio".
Hoy, en cambio, consideramos prioritario el negocio. Además, el ocio no
es en la actualidad un tiempo libre para pensar, sino para llenarlo de
actividades. La distancia más grande que debe recorrer un ser humano
mide apenas 30 centímetros, va de la cabeza al corazón. Nuestros
malestares provienen muchas veces de la falta de coordinación entre esos
dos instrumentos del alma. La meditación ordena nuestras ideas y nos
ayuda a percibir cuáles son nuestros sentimientos.
La
oración surge de la humildad de la condición humana. El silencio
interior nos pone en presencia de nuestra pobreza y ése es el fundamento
para dirigirse a Dios. Sé que solo no puedo y en ese silencio me
encuentro con el Otro con mayúscula. De pronto, el corazón se vuelve un
santuario en el desierto. La zarza interior comienza a arder y escucho
la voz de Dios que me dice: "Quítate las sandalias, porque estas pisando
un lugar sagrado". Me puedo encontrar frente a ese Otro que me dice en
lo más profundo de mi ser " quién soy" y qué debo "hacer". La misión
surge entonces de un encuentro con Dios. Es comprender para qué fui
hecho y hacia dónde debo direccionar mis esfuerzos.
Para
los cristianos la plenitud de ese encuentro se da en el Espíritu Santo,
presencia de Dios en el corazón del hombre, descanso en el trabajo,
alegría en nuestro llanto y fuerza para emprender cualquier misión. En
la espera de un nuevo Pentecostés, el amor de Dios en el Espíritu es
quien nos ayuda a unificar nuestras lenguas para hablar un nuevo idioma,
el idioma del amor, que todo lo cree y todo lo transforma.
Claro
que la auténtica espiritualidad no es evasiva de nuestros compromisos y
trabajos, sino que nos posibilita realizarlos con una renovación de
sentido que transforme la rutina en aventura y la soledad de la
existencia en un mano a mano con Dios en la vida cotidiana. Como dice un
himno de la Liturgia de las Horas: "Quien diga que Dios ha muerto, que
salga a la luz y vea si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue
despierto. Ya no es su sitio el desierto, ni en la montaña se esconde.
Decid si preguntan dónde que Dios está -sin mortaja- en donde un hombre
trabaja y un corazón le responde".
(P. Guillermo Marcó - Valores Religiosos)
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