"Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". El le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas". (Jn. 21, 16)
Mt 8, 5-17
Al entrar en Cafarnaúm, se acercó a Jesús un centurión, rogándole:
"Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre
terriblemente". Jesús le dijo: "Yo mismo iré a sanarlo". Pero el
centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa;
basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo,
que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que
están a mis órdenes: "Ve", él va, y a otro: "Ven", él viene; y cuando
digo a mi sirviente: "Tienes que hacer esto", él lo hace". Al oírlo,
Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he
encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que
muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con
Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los
herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá
llantos y rechinar de dientes". Y Jesús dijo al centurión: "Ve, y que
suceda como has creído". Y el sirviente se sanó en ese mismo momento.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de éste en
cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó
y se puso a servirlo. Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y
él, con su palabra, expulsó a los espíritus y sanó a todos los que
estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por
el profeta Isaías: "Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí
nuestras enfermedades".
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