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Me rodearé de silencio y de soledad
y será como en pleno desierto.
Te escucharé,
Señor,
y te veré
sentado a la mesa de Zaqueo, el publicano,
y abriendo los ojos del ciego;
llorando la muerte de Lázaro, tu amigo,
y haciendo levantar
a quienes ya no podían más;
perdonando a los que gritan injurias,
dándolo todo;
tu cuerpo,
tu sangre,
tu vida
y tu gozo de amar
sin guardarte nada para ti.

Tus palabras,
las saborearé
como el pan fresco de la madrugada.
Las guardaré en mi interior,
y se filtrarán en mí como una música.
Me las ataré a las manos,
y en mí, como en la tierra,
cavarán surcos.

Con tal de vivir de acuerdo con el corazón de Dios,
quemaré lo que es inútil:
mis iras y mi severidad,
mis tristezas
semejantes al agua negra
que se desliza bajo el puente,
y mi deseo de tener siempre razón.

Lo quemaré al fuego de Dios
y tiraré las cenizas,
y mi corazón será nuevo
como el sol del amanecer
surgiendo de la niebla de la noche.

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