El
orante sabe que para estar ante Dios tiene que apartarse del ruido, del
ajetreo, de la prisa y de los nervios. El clima de silencio es muy
necesario para desarrollar la actividad del espíritu. Dejar la ausencia
para entrar en la Presencia de Aquel que sabemos nos ama.
Pero no
basta con buscar el lugar. Puede uno hacer silencio exterior y sin
embargo llevar dentro el oleaje del mar. Acallar los ruidos interiores
para escuchar el callado Amor.
Cuando
vamos a orar, expresamos ante Dios esa pregunta que llevamos clavada
dentro, esa inquietud que nos duele, esos cuatro deseos que descubrimos a
flor de piel. ¿Basta con expresar todo eso para orar? No. Puede ser el
primer paso, pero lo más importante es escuchar a Dios que tiene una
palabra viva para decirnos.
Dios es
un misterio de amor que quiere desvelarse y darse a conocer a los que le
buscan. Estar en silencio es estar ante Dios, es permanecer abierto a
Él a pesar de todo, es vivir escuchando la vida que tiene mil lenguajes
pero a la vez, poniéndonos a la escucha de quien tiene la última
palabra.
San
Juan Damasceno dice que orar es ofrecer a Dios nuestro corazón. Es como
quedarse dormidos ante Dios. Estar en silencio es estar ante Dios. San
Juan de la Cruz habla del “sueño de las potencias”. Orar no consiste en
cansar el entendimiento pensando sobre Dios sino en dejar que nuestro
corazón repose en Dios.
El salmo 61 lo expone también de una forma muy bella: 'Descansa sólo en Dios alma mía'. Cuando el peso de nuestra debilidad nos oprime, orar equivale a sumergirse de lleno en el océano del Amor de Dios.
Cuando confesamos: “Señor, no sé orar, enséñame tú a orar”, nuestra oración deja de ser esfuerzo humano para convertirse en obra de Dios.
Cuando gemimos: “Señor, no sé amar, enséñanos tú a amar”, el amor del mismo Dios comienza a actuar en nuestro corazón.
(Cipecar)
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