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SAN VICENTE

Nació en Huesca, España, en el seno de una familia aristócrata de buenos cristianos. Desde muy niño Vicente fue confiado al obispo de Zaragoza, San Valero, para que lo instruyera. El pupilo mostró ser un alumno despierto, y con especial disposición para predicar el Evangelio.

Ya viejo el obispo, de quien se dice que era algo tartamudo, nombró diácono a Vicente y le delegó sus funciones de predicador. Como detentaba una rica cultura y tenía facilidad para hablar, fue muy apreciado por su oratoria.

Con el edicto del emperador Diocleciano del año 303 para perseguir a los cristianos, llegó a la península Ibérica el prefecto Daciano, un celoso cancerbero que cumplió inmisericorde su labor. Al oír de la fama del diácono Vicente, lo manda encadenar junto con su anciano mentor, y ambos son llevados a pie hasta Valencia.

Cuando lo conducen ante Daciano, Vicente, con su facilidad de palabra, le empieza a hablar de las bondades del cristianismo, desmintiendo la propaganda adversa de que los cristianos eran objeto. Sin embargo su discurso sólo logra desatar la ira del prefecto, quien somete a Vicente a torturas terribles. Pero ni el potro, ni el hierro candente consiguieron que el diácono dejara de argumentar a favor de sus creencias.

Vicente murió, en 304, en una celda oscura donde el piso estaba cubierto de filosos cascajos. Se cuenta que Diocleciano dejó el cadáver para que lo devoraran las fieras del campo, pero un cuervo apareció para defenderlo de los demás animales. Luego lo arrojaron al río en un costal con piedras, pero el cuerpo flotó y la corriente lo arrastró hasta una orilla, donde los cristianos lo recogieron y construyeron una iglesia.

SAN VICENTE nos enseña que el cuerpo puede sufrir a causa de la fe, pero el alma humana es una entidad libre en su albedrío.




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