Sadoth,
ordenado diácono por el propio obispo san Simeón, lo había representado
en el concilio de Nicea del 326 y, cuando el obispo murió mártir, lo
sucedió en la sede de Seleucia y Ctesifonte. Su episcopado fue, sin
embargo, sumamente breve, y para ejercer su ministerio confiablemente,
se vio obligado a refugiarse en un lugar apartado.
Un día a Sadoth le aparece en sueño su santo predecesor parado en lo
alto de una escala luminosa que conducía al Paraíso, y le dice: «yo he
subido ayer, y hoy es tu turno». Sadoth tomó conciencia de la inminencia
de su martirio, a un solo año de distancia del de su maestro.
El rey Sapor, acérrimo enemigo de los cristianos, no tardó, de hecho, en
arribar a Seleucia, donde hizo arrestar al obispo junto con varios
sacerdotes, clérigos menores y hermanas, en un total de ciento
veintiocho cristianos; conducidos a prisión, fueron terriblemente
torturados durante cinco meses, con la amenaza de continuar los
sufrimientos si no obedecían al soberano y adoraban al sol como
divinidad. Sadoth repuso entonces que el sol no era más que una de las
tantas creaturas hechas por el único verdadero Dios para bien de la
humanidad, de donde sólo el Creador es digno de culto. Los prisioneros
que lo acompañaban afirmaban también: «No moriremos, viviremos y
reinaremos eternamente con Dios y con su Hijo Jesucristo». Fueron
entonces conducidos todos fuera de la ciudad, encadenados de a pares, y
así asesinados. Sadoth, en cambio, fue separado de su grey, llevado a
Bait-Lapat y allí finalmente decapitado en 342.
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