Ante todo hay que aclarar que para cualquier católico bien formado, la
adoración de una imagen (ya represente un santo, un ángel o la misma
Virgen) es un pecado contra el primer mandamiento de la ley de Dios. Si
un católico “adora” una imagen, no es católico sino idólatra. Pero esto
no debe confundirse con la “veneración” de las imágenes sagradas y de
los santos. Se trata de dos cosas muy diversas.
Es cierto que
el texto de Éxodo 20,4-5 prohíbe la fabricación de imágenes, pero al
mismo tiempo también es cierto que en el mismo libro, apenas cinco
capítulos más adelante, Dios manda hacer imágenes en el Arca de la
Alianza: ...dos seres alados de oro labrado a martillo en los dos
extremos, haz el primer querubín en un extremo y el segundo en el otro.
Los querubines formarán un cuerpo con el propiciatorio, en sus dos
extremos. Estarán con las alas extendidas por encima, cubriendo con
ellas el propiciatorio, uno en frente al otro, con las caras vueltas
hacia el propiciatorio (Ex 25,18-20). Más adelante Dios manda, por medio
de Moisés, fabricar la imagen de la serpiente de bronce: hazte una
serpiente como ésas y ponla en el asta de una bandera. Cuando alguien
sea mordido por una serpiente, mire hacia la serpiente del asta, y se
salvará (Núm. 21,8-9). David entregó a Salomón, su hijo, un plano en
donde se detallaba: para el altar del incienso, oro acrisolado según el
peso; asimismo el modelo de la carroza y de los querubines que extienden
las alas y cubren el arca de la alianza de Yahveh. Todo esto conforme a
lo que Yahveh había escrito de su mano para hacer comprender todos los
detalles del diseño (1Cro 28,18-19). El profeta Ezequiel (41,18)
describe imágenes grabadas en el templo: estaban cubiertos de grabados
alternados de seres alados y palmeras. No debemos tampoco olvidar que la
misma Biblia recurre a las imágenes de Dios, pues los primeros
capítulos del Génesis y los libros posteriores nos hablan de Dios por
medio de imágenes “antropomórficas”, es decir, asignándole a Dios rasgos
humanos, para poder hacerlo comprensible a los primeros oyentes y
–luego– lectores de esos libros: Dios es descrito por el autor sagrado
como modelando con sus manos la arcilla para hacer al hombre (cf. Gn
2,7), acerroja tras Noé la puerta del arca (cf. Gn 7,16) para estar
seguro que no se perderá ninguno de los moradores; tiene el universo en
su mano y cultiva a su pueblo como un viñador (cf. Is 5,1-7); su
Espíritu aleteaba sobre las aguas al comienzo de la Creación (cf. Gn
1,2); descansa el séptimo día de la Creación (cf. Gn 2,3); se pasea por
el Jardín al caer de la tarde y sus pasos hacen ruido (cf. Gn 3,8); Dios
hace las túnicas de piel para Adán y Eva y Él mismo los viste con ellas
(Gn 3,21); y si vamos al resto de la Biblia vemos a Dios descrito con
pasiones humanas: se enoja, se arrepiente, se goza, se agita, etc. Y el
Libro de los Salmos nos inunda con imágenes de Dios: tiene una voz que
descuaja los cedros del Líbano y enciende llamaradas (Sal 29), mira
desde lo alto morando en el cielo (cf. Sal 33,13), tiene ojos (cf. Sal
33,18), Dios unge con óleo (cf. Sal 45,8); está sentado en un trono (cf.
Sal 47,9); sale al frente del pueblo como un guerrero (cf. Sal 68,8);
tiene alas y plumas con las que cubre a sus hijos (cf. Sal 91,4); se
arropa de luz como un manto (cf. Sal 104,2); se desliza sobre las alas
del viento, usa a las nubes como carro (cf. Sal 104,3-4), etc. Todas
éstas son imágenes literarias, pero no menos imágenes que un cuadro de
Dios o una escultura. Dios no tiene manos, ni camina como los hombres,
ni tiene pies para que sus pasos se escuchen, Dios no cose vestidos, ni
cultiva como un labrador, ni viaja sentado en una nube, ni tiene ojos,
ni se viste de luz material, etc.; todas éstas son imágenes tomadas del
mundo de los hombres para dar a entender a nuestros pobres intelectos,
la majestad divina. Pero si el literato puede usar imágenes, ¿por qué no
puede usarlas el pintor o el escultor? Si podemos hacer imágenes en
nuestra imaginación, ¿por qué no pueden hacerse en el exterior?
Evidentemente esto nos muestra que la intención y el alcance de este
mandamiento de Dios es otro. Los autores sagrados (y Dios que los
inspira) no pretenden reaccionar principalmente contra una
representación sensible, pues, como hemos dicho, la misma Biblia está
colmada de representaciones sensibles y la historia del pueblo de Israel
nos muestra que Dios manda varias veces hacer representaciones de cosas
espirituales (como los querubines o la serpiente salvadora), sino que
lo que intenta este mandamiento es luchar contra la magia idolátrica y
preservar la trascendencia de Dios. Dios prohíbe la fabricación de
imágenes destinadas a la adoración, porque el culto de adoración sólo
corresponde a Dios. Es, pues, pecado de idolatría el adorar una imagen,
sea representativa de Dios o de un santo, como si ésta fuera Dios. No es
en cambio idolatría el solo hecho de representar a Dios con imágenes,
ni el rendir a las imágenes una veneración que no termina en ellas sino
en la persona venerada o en Dios mismo, del mismo modo que un joven que
tiene sobre su mesa una fotografía de su novia o de su esposa no está
enamorado del papel que la representa, aunque de vez en cuando la bese,
sino de la persona retratada en esa foto de papel. Y lo mismo se diga de
quien lleva consigo fotografías de sus hijos o de sus padres. Así como
estas personas al mirar esos retratos piensan en las personas de carne y
hueso que están allí retratadas y rezan por ellos a Dios, de la misma
manera quien mira una imagen de un santo o de la Virgen, no se detiene
en el papel, la terracota, el yeso o la madera de que están fabricadas
sino en la persona real que, desde el cielo puede interceder por
nosotros ante Dios.
Éste es el motivo por el que el Concilio de
Nicea reunido en el año 325 afirmó lo siguiente: “Siguiendo la
enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la tradición
de la Iglesia católica (pues reconocemos ser del Espíritu Santo que
habita en ella), definimos con toda exactitud y cuidado que las
venerables y santas imágenes, como también la imagen de la preciosa y
vivificante cruz, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia
conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos
sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en
los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador
Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada, la santa Madre de
Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos”.
Si
bien la fe no depende de nuestra visión, tampoco debemos despreciar las
imágenes. De hecho, el mismo cuerpo de Jesús presente en este mundo era
una imagen para sus discípulos; como dice el Catecismo: “la Iglesia
siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios que era invisible
en su naturaleza se hace visible”. Y también: “lo que había de visible
en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y
de su misión redentora”.
Las imágenes de santos y otras cosas
sagradas, cumplen una función muy importante en la vida de la Iglesia.
No nos dan la fe, pero a través de ellas permiten a nuestra naturaleza,
que es a la vez corporal y espiritual, remontarse a Dios de modo
connatural.
La Iglesia ha condenado siempre la adoración de las
imágenes. Así, por ejemplo, en el segundo concilio de Nicea (año 787),
hablando de la adoración de las imágenes, dice que “no está de acuerdo
con nuestra fe, que propiamente da adoración a la naturaleza divina, aun
cuando haya gestos que tengan apariencia de adoración, como aquéllos
con los que se honra la figura de la vivificante cruz o los libros
santos de los evangelios así como otros objetos sagrados”.
El
catecismo del Concilio de Trento (año 1566) enseñó que se comete
idolatría “adorando ídolos e imágenes como si fueran Dios, o creyendo
que ellos poseen alguna divinidad o virtudes que les dé derecho a
recibir nuestra adoración, a elevarle nuestras oraciones o a poner
nuestra confianza en ellos”. Y el Catecismo de la Iglesia Católica
explica que “la Escritura constantemente nos recuerda que hay que
rechazar los ídolos de plata y oro, la obra de manos de los hombres.
Ellos tienen boca pero no hablan, ojos pero no ven. Estos ídolos vacíos
hacen vacíos a sus adoradores, aquéllos que los hacen son como ellos,
así como todos los que confían en ellos (Sal 115,4-5, 8)”.
Miguel Ángel Fuentes, IVE - "¿En dónde dice la Biblia que...?"
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