"Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". El le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas". (Jn. 21, 16)
Lc 2, 22-35
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación,
llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está
escrito en la Ley: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor".
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de
paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo
de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no
moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo
Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño
para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus
brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu
servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto
la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para
iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". Su padre y
su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después
de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y
de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti
misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán
claramente los pensamientos íntimos de muchos".
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