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Aprender a estar solo

La soledad física, el silencio exterior y el recogimiento real son moralmente necesarios para quien quiere llevar una vida contemplativa; pero, como todo en la creación, tan sólo son medios para un fin, y si no comprendemos el fin, haremos mal uso de los medios. Hemos dicho que la soledad importante para un contemplativo es, por encima de todo, una realidad interior y espiritual. Hemos admitido que es posible vivir en una profunda y pacífica soledad interior incluso en medio del mundo y su confusión. Pero en la religión a veces se abusa de esta verdad. Hay personas consagradas a Dios cuya vida está llena de inquietud y que no desean realmente estar solas. Admiten que la soledad exterior es buena, en teoría, pero insisten en que es mucho mejor preservar la soledad interior viviendo en medio de los otros. En la práctica, su vida está devorada por actividades y estrangulada por ataduras. La soledad interior es imposible para ellas. La temen y hacen todo lo posible para huir de ella. Mas lo peor es que tratan de implicar a todos los demás en actividades tan insensatas y devoradoras como las suyas. Son grandes promotoras de trabajos inútiles. Les encanta organizar encuentros, banquetes, conferencias y charlas. Imprimen circulares, escriben cartas, hablan por teléfono durante horas a fin de reunir a un centenar de personas en una gran sala donde todos llenan el aire de humo, hacen mucho ruido, se gritan, baten las manos y, por último, regresan a sus casas dándose palmadas en la espalda, con la seguridad de que todos han hecho grandes cosas para difundir el reino de Dios.

No vamos al desierto para huir de las personas, sino para aprender la manera de encontrarlas; no las dejamos para no tener nada que ver con ellas, sino para descubrir la manera de hacerles el mayor bien. Pero éste es sólo un fin secundario.

El único fin que incluye a todos los demás es el amor de Dios.

¿Cómo pueden los seres humanos actuar y hablar como si la soledad fuera una realidad sin importancia en la vida interior? Sólo quienes no han experimentado nunca la soledad real pueden declarar fácilmente que «no hay diferencia» y que sólo importa realmente la soledad del corazón. ¡Una soledad conduce a la otra!

No obstante, la soledad más verdadera no es exterior a nosotros, no es una ausencia de personas o sonidos a nuestro alrededor; es un abismo que se abre en el centro de nuestra alma. Y este abismo de soledad interior es un hambre que ninguna cosa creada podrá satisfacer jamás. La única forma de encontrar la soledad es por medio del hambre, la sed, el sufrimiento, la pobreza y el deseo, y quien ha encontrado la soledad está vacío, como si hubiera sido vaciado por la muerte.

Ha avanzado más allá de todos los horizontes. No le quedan direcciones que pueda seguir. Éste es un país donde el centro se halla en todas partes y la circunferencia en ninguna. No lo encontramos viajando, sino permaneciendo inmóviles.

Sin embargo, es en esta soledad donde empiezan las actividades más profundas. En ella se aprende la acción sin movimiento, el trabajo que es profundo descanso, la visión en la oscuridad y, más allá de todo deseo, una consumación cuyos límites se extienden al infinito.

Aunque es cierto que esta soledad está en todas partes, hay un mecanismo para encontrarla que guarda cierta relación con el espacio real, la geografía y el aislamiento físico de las ciudades y los pueblos habitados por los hombres.

Debería haber al menos un lugar o un rincón donde nadie pueda encontrarnos, molestarnos u observarnos. Tendríamos que ser capaces de desatarnos del mundo y liberarnos, quitando los nudos de todos los finos hilos y cuerdas de la tensión que nos atan, por la vista, el sonido o el pensamiento, a la presencia de otras personas.

«Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre en lo secreto...».

Una vez que hemos encontrado tal lugar, contentémonos
con él y no nos inquietemos si, por alguna razón de peso, tenemos que salir de allí. Amémoslo, regresemos a él tan pronto como nos sea posible y no tengamos prisa en cambiarlo por otro.

Las iglesias de las ciudades son a veces tranquilos y pacíficos lugares de soledad, cuevas de silencio donde la persona puede buscar refugio de la intolerable arrogancia de los afanes mundanos. A veces podemos estar más solos en una iglesia que en una habitación de nuestra casa, donde siempre pueden descubrirnos y molestarnos (y no deberíaos irritarnos por ello, ya que el amor lo exige en ocasiones). Pero en aquellas tranquilas iglesias nadie nos conoce, nadie nos molesta en medio de las sombras, donde estamos solos con unos pocos desconocidos anónimos, entre las luces de las velas y las extrañas posturas impersonales de imágenes mediocres. La misma falta de gusto y el mal estado de algunos templos los convierten en soledades mayores, si bien las iglesias no deberían ser vulgares. Y aunque lo sean, mientras estén oscuras, apenas hay diferencia.

Que siempre haya iglesias tranquilas y oscuras donde podamos refugiarnos. Lugares donde podamos arrodillarnos en silencio. Casas de Dios, llenas de Su silenciosa presencia. Allí, aunque no sepamos cómo orar, al menos podemos estar callados y respirar fácilmente. Que siempre haya un lugar en alguna parte donde podamos respirar con naturalidad, con tranquilidad y sin tener que jadear continuamente. Un lugar donde nuestra mente pueda descansar, olvidar sus preocupaciones, sumergirse en el silencio y adorar al Padre en lo secreto. No puede haber contemplación donde no hay secreto.

(Thomas Merton - "Nuevas semillas de contemplación")

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