La historia de esta joven santa comienza en sentido inverso, 1400
años después de su martirio; cuando en 1634 el activísimo Urbano VIII,
empeñado en lo espiritual en la contrareforma católica, y en lo material
en la restauración de famosas iglesias romanas, descubrió las reliquias
de la mártir, les propuso a los romanos la devoción a Santa Martina y
fijó la celebración para el 30 de enero. El mismo compuso el elogio con
el himno: “Martinae celebri plaudite nomini, Cives Romulei, plandite
gloriae”, que era una invitación a honrar a la santa en la vida
inmaculada, en la caridad ejemplar y en el valiente testimonio que
demostró a Cristo con su martirio.
Según la leyenda, Santa Martina
era una diaconisa, hija de un noble romano. Debido a su abierta
profesión de fe, la arrestaron y la llevaron al tribunal del emperador
Alejandro Severo donde fue torturada. Cuenta que cuando Martina fue
llevada ante la estatua de Apolo, la convirtió en pedazos y ocasionó un
terremoto que destruyó el temple y mató a los sacerdotes del dios. El
prodigio se repitió con la estatua y el templo de Artemidas. Todo esto
hubiera debido hacer pensar a sus perseguidores; pero no, se obstinaron
más y sometieron a la jovencita a crueles tormentos, de los que salió
siempre ilesa. Entonces resolvieron cortarle la cabeza con una espada.
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