Leonardo Murialdo fue hijo de los nobles y acaudalados turinenses
Leonardo Murialdo y Teresa Rho, y nació el 26 de octubre de 1828, en
Turín, Italia. Recibió una esmerada y piadosa educación de su madre
-viuda cuando Leonardo sólo tenía ocho años de edad-, y de los padres
escolapios, en cuyo colegio tuvo que sufrir la persecución de que le
hicieron objeto algunos malévolos compañeros, que veían con malos ojos
su virtuosa conducta. Convencido de que Dios lo llamaba al sacerdocio,
tomó muy en serio el prepararse a ser un digno ministro de Dios, hasta
conseguir primero el grado de doctor en teología, y luego el
perfeccionarse en las materias eclesiásticas y en la vida espiritual,
mediante viajes de estudio al extranjero, sobre todo al seminario de San
Sulpicio de París.
Al principio de su carrera sacerdotal
ayudó en la enseñanza del catecismo a su primo el teólogo Roberto
Murialdo. «No me hice sacerdote para el descanso, sino para el trabajo»,
decía a quienes le aconsejaban una actividad menos agobiante. San Juan
Bosco descubrió las bellas cualidades de Leonardo y lo invitó a ser
también su colaborador en favor de la niñez, cosa que él aceptó gustoso,
no sólo con su persona, sino empleando sus recursos pecuniarios con
generosidad durante catorce años.
Al regresar de uno de
aquellos viajes de estudio, se encontró con el nombramiento de director
de un colegio para niños pobres llamado de «Los Artesanitos», que al
parecer debía desempeñar en forma provisional, pero que realmente se
prolongó por treinta y cuatro años, tiempo durante el cual vio la
necesidad de rodearse de otros colaboradores. Su tarea culminó en la
fundación de la sociedad religiosa de los Josefinos. Una gran cruz, que
pesó largos años sobre los hombros de san Leonardo, fue la
administración económica de «Los Artesanitos», pues no se contaba con el
dinero suficiente, y cada día se presentaba el problema de cómo allegar
medios para alimentarlos.
San Juan Bosco y otros
personajes animaron al teólogo Murialdo a poner las bases de la
congregación religiosa que hacía falta, la de los Josefinos, y él,
dócilmente, redactó sus constituciones, que podría decirse que se
resumen en esta frase: «Hacer y callar». Sus virtudes más notables
fueron, el celo por el bien de los niños pobres, a quienes educaba y
hacía educar de un modo paternal, sólido, profundamente religioso y para
la vida práctica; la humildad y el espíritu de oración. Murió el 30 de
marzo de 1900. Fue beatificado por Su Santidad Paulo VI en 1963, y
canonizado por el mismo papa el 3 de mayo de 1970.
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