Su fecha de nacimiento es incierta, pero parece que era ya muy
anciano cuando subió al trono de Pedro, que ocupó menos de un año, en el
535-36. Era hijo de Gordiano, un sacerdote romano muerto en los
disturbios de época del papa san Símaco. Unos pocos años antes, el papa
Bonifacio II (uno de los pocos no canonizados en esos primeros siglos),
había sido elegido en un confuso episodio, en el que rivalizó con el
Alejandrino Dióscuro. Su contrincante murió al poco tiempo, por lo que
el cisma no llegó a mayores, pero Bonifacio no se contentó con haber
quedado como el legítimo, sino que lanzó un anatema contra Dióscuro a
título póstumo, que hizo firmar a sus partidarios y archivar en los
anales de Roma. Semejante ensañamiento era inapropiado e indigno, y el
primer acto de Agapito al llegar a la sede de Pedro fue desarchivar el
anatema y quemarlo públicamente, una manera de limpiar la honorabilidad
del trono petrino. Confirmó los decretos del concilio de Cartago, según
el cual los convertidos del arrianismo fueron declarados inelegibles a
las sagradas órdenes, así como otros actos de un gobierno de la Iglesia
que ya tiene verdaderamente características universales, al menos en
relación a Occidente.
Pero sin embargo la actuación
principal de este papa no fue en Roma sino en Oriente, en
Constantinopla, donde al poco tiempo de elegido, murió: el rey godo
Teodato pidió al papa que realizara ante Justiniano una gestión
diplomática de la mayor importancia; el Emperador había mandado una
expedición punitiva a Italia a cargo del General Belisario, para vengar
la muerte de la regente de Ravena a manos del propio Teodato. El
prestigio de Agapito debía ser suficiente para aplacar al Emperador, por
lo que Agapito dejó la Urbe con una embajada de cinco obispos y un
considerable séquito; tuvo que empeñar algunos vasos sagrados para pagar
su viaje. En Constantinopla fue acogido como lo que verdaderamente era,
la cabeza de la Iglesia Católica, pero Justiniano no se doblegó y la
misión política fracasó.
Pero Agapito aprovechó su viaje
para realizar gestiones eclesiales de importancia: instar al
cumplimiento del Concilio de Calcedonia y deponer personalmente al
patriarca Antimo I, de tendencias monofisitas pero que contaba con el
favor del propio Emperador. Su destitución fue una verdadera prueba de
fuerza de la libertad de la Iglesia frente al Imperio. En su lugar
consagró él mismo a san Menas. Poco tiempo después, y aun en
Constantinopla, murió, dejando sin embargo la convicción de su santidad
no sólo en la Occidente sino en la Iglesia de Oriente. San Gregorio I lo
califica de «trompeta del Evangelio y heraldo de la justicia».
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