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SAN DIONISIO de PARÍS


SAN DIONISIO de PARÍS (¿?-272) nació en Italia; falleció en Lutecia Parisiorum, la actual París, Francia.

Según las relaciones de San Gregorio de Tours, San Dionisio de París fue enviado hacia el año 250 por el papa Fabiano junto con otros seis compañeros a las Galias, con el fin de evangelizar esa parte del Imperio Romano.

En la actual Francia, San Dionisio fundó numerosas iglesias, y fue de cierto el primer obispo de París. En aquella ciudad romana, llamada entonces Lutecia Parisorum, San Dionisio instauró una iglesia cristiana en una isla del río Sena.

Con la persecución contra cristianos promovida por el emperador Aureliano en 272, San Dionisio fue capturado, junto con el diácono San Eleuterio y el presbítero San Rústico.

El gobernador de la ciudad, Fescennino Sisinio, condenó a San Dionisio a morir decapitado (esta pena capital, considerada digna, alude a una ciudadanía romana de San Dionisio). El martirio de los tres santos tuvo lugar según se cree en la colina parisina llamada actualmente Montmartre (Mons Martyrium).

De acuerdo con la tradición medieval, luego de ser decapitado, San Dionisio se irguió, levantó su cabeza cercenada, y con ella bajo el brazo caminó más de cinco kilómetros (a lo largo de lo que se conoció después como la Calzada de los Mártires).

Al término de ese trayecto, San Dionisio habría encontrado a una mujer romana piadosa llamada Casulla, le habría puesto en las manos su cabeza, y habría caído muerto finalmente. En ese lugar se edificó siglos después una basílica en su honor, llamada de Saint-Dénis.

El culto de San Dionisio de París se propagó paulatinamente durante toda la Edad Media, abarcando Francia y llegando hasta España y Alemania. No se le debe confundir con otros santos del mismo nombre, como San Dionisio el Areopagita.

Por tradición, San Dionisio de París es el indiscutible santo nacional de Francia. Iconográficamente se le representa sosteniendo su propia cabeza en las manos. A este santo se le invoca para combatir las jaquecas.

SAN DIONISIO DE PARÍS nos recuerda los peligros que afrontaron los primeros obispos que instauraron el cristianismo.


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