Siempre que hablamos de Dios lo hacemos con un gran amor --no digamos ya
con un gran respeto--, y siempre tratamos de crecer en la fe, en la
confianza y en el amor de ese Dios que nos ama y que nos espera.
Cualquiera
diría que esto es muy fácil, y, sin embargo, todos tenemos la
experiencia --porque lo oímos mil veces-- de que muchos, cuando sufren
algo que les parece injusto, tienen miedo a Dios y dudan de todo: dudan
de que Dios exista, dudan de que les ame, y dudan de que Dios les
reserve algún bien, y se preguntan:
- Si Dios existe, si Dios me
ama, ¿por qué Dios no me escucha? ¿Por qué ha de mandarme este
sufrimiento? ¿Por qué tiene que venirme este mal?
Esta queja la
oímos muchas veces. Pero, ¿no es cierto que Dios nunca está más cerca de
nosotros que cuando sufrimos, como el papá y la mamá sobre el niñito
que se ha agravado?...
Se cuenta muchas veces lo que ocurrió en
el más terrible campo de concentración y de exterminio de la Segunda
Guerra Mundial. Estaban formados todos los prisioneros ante un
espectáculo macabro, contemplando al compañero colgado en la horca. En
medio del silencio aterrador, se levanta una voz estremecedora:
- ¿Y dónde está Dios?
Ante este grito de un descreído, se alza la voz de un creyente, mientras su dedo señala al que cuelga del patíbulo:
- ¡Dios está ahí!
Cierto.
Allí estaba Dios, allí estaba Jesucristo, que extendía a aquel campo de
la muerte su propia muerte en la cruz. Porque Dios estaba junto a la
horca y las cámaras de gas para salvar a las víctimas inocentes, como
estaba en el Calvario esperando que Jesús muriese y fuera sepultado,
para resucitarlo después con gloria.
Dios no quiere
nuestros males. Dios pedirá cuentas a los causantes del dolor ajeno.
Dios nos librará definitivamente un día de todo lo que ahora nos
atormenta.
Si tenemos estas convicciones, la prueba se convierte en resignación cristiana y en mérito ante Dios.
Ciertamente,
que el dolor es un misterio. ¿Por qué Dios permite el mal? No lo
sabremos nunca en este mundo. En este mundo estamos viendo el tapiz o el
bordado al revés: todo son hilos que se entrecruzan en un desorden feo y
sin ninguna dirección fija. Habrá que mirarlo por el otro lado para
asombranos de la obra de arte que allí se esconde.
Únicamente en
la vida futura entenderemos el dolor de este mundo, cuando veamos que
esas pruebas han sido el camino --angustioso, pero seguro-- por el que
Dios nos ha llevado a la salvación.
La gran respuesta a nuestra pregunta la tenemos en Jesucristo clavado en la
cruz. Inocente como Jesús, ninguno. ¿Y por qué Jesús ha tenido que sufrir como nadie en este mundo?
Cuando
parece que Dios se ha escondido en nuestra vida es precisamente cuando
nos mira con más amor. Está detrás de las cortinas de la ventana mirando
cómo caminamos por la calle del mundo; nosotros no lo vemos, pero a Él
no se le escapa ninguno de nuestros movimientos.
No entendemos su Providencia, pero sabemos besar su mano amorosa cuando nos permite algún mal.
La palabra de Job es una de las más repetidas de toda la Biblia:
-
Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no vamos a recibir
los males? Males que no nos vienen de la mano de Dios, pero que son
permitidos por Dios para nuestro bien.
Le preguntaron un día a Teresita:
- ¿Has tenido que sufrir hoy también muchos dolores?
- Sí, pero porque
los quiero. Yo quiero todo lo que me envía Dios.
En esta
respuesta de la querida Santa está la clave que resuelve todo el
problema. Para ella, nos se trataba solamente de resignación y de simple
aceptación. Era más. Era querer lo que Dios quería, haciendo de las dos
voluntades una sola. Esto es el colmo de la virtud cristiana. Esto es
lo que hacen tantos hermanos nuestros, de quienes decimos que están en
lo más alto de la santidad.
El mal, por otra parte, no puede triunfar. Dios le tiene puesto un límite del cual no pasará.
Dios
no quiere que nuestra vida sea un fracaso. Si permite la tempestad es
para dar después la bonanza. Si consiente que los ojos derramen
lágrimas, es para convertirlas después en júbilo y alegría.
Dios siempre hace brotar una rosa en medio de las espinas. El dolor entonces, sostenido con valentía, se convierte en
la elegancia de la vida.
Un sabio escritor nos lo dice bellamente:
-
El dolor, para los que viven en el Espíritu, se convierte en el más
recio hilo telefónico, por el cual transmitimos a Dios un himno de amor,
como el más hermoso saludo que los hijos pueden dirigir a su Padre,
inspirado por el Espíritu Santo.
Hay que repetirse constantemente ese eslogan tan conocido: ¡Dios me ama!
El
día en que nos convencemos de ello, y sabemos vivir la realidad que
entraña, ese día se ha encontrado la clave misteriosa de la felicidad
verdadera... .
(Pedro García, misionero claretiano)
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